Es absolutamente incuestionable que el insecto es muy sensible a la temperatura. Para que empiece a rascar de una manera perceptible, o sea en la superficie, el termómetro ha de señalar algunos grados en la superficie de la tierra. Si el ambiente no es por lo menos de trece grados, se mantiene bajo tierra. El grillo, pues, no tiene día fijo para entrar en el guirigay primaveral (...), y en cuanto el tiempo se lo permite se encarama a las hierbas y toca su mandolina. Pero, si el tiempo refresca, se marcha enseguida. Quiere hacernos compañía, no ser un músico de alquiler. El grillo es un músico que entra y sale cuando quiere, que se marcha y vuelve sin compromiso. Es un insecto friolero y de movimientos regidos por el termómetro. No comete imprudencias ni perpetra heroísmos.
Josep Pla, Las Horas
El escenario es una estrecha pero extensa franja que va desde las raíces de las hierbas hasta las copas de los arbustos. Si hace unas semanas chapoteábamos en el barro tras el concierto de las ranas, ahora lo hacemos por praderas y matorrales, envueltos en el zumbido de moscas, abejas y abejorros. De aquí, y con instrumentos tan sencillos como simples peines de quitina y rascadores, los grillos y los saltamontes componen una melopea continua, el auténtico fondo sonoro del campo. Reconocible incluso por los más duros de oído frente al concierto natural. Escuchamos el mundo de los insectos.
De este murmullo continuo, que cubre como un manto sonoro las noches y las horas de calor, se pueden entresacar todo tipo de variedades. No se trata ahora de hacer un catálogo entomológico, sino un recorrido tonal por las estridencias y los arrullos melódicos de las diferentes especies. La distancia juega su papel. Así, lo que en campo abierto puede parecer un acogedor fondo nocturno, en el plano corto se convierte en pura estridencia: oído “con lupa”, a pocos centímetros, el estridular de un alacrán cebollero, un grillo topo oculto en su agujero, resulta insoportable.
Sigue una sucesión de “cri-cris” progresivamente más dulces. Algunos suenan indecisos, como si el insecto, todavía frío o recién llegado al guirigay primaveral, no se decidiera a lanzarse a la escena.
Un saltamontes posa sobre una espiga. | Richard Bartz
Paso a paso las aristas del sonido se dulcifican, el sonido se pule, y la melopea de los grillos alcanza una musicalidad, una textura que nada tiene que envidiar a las voces de las aves canoras. La serenidad se expande así por la atmósfera nocturna.
Frente a los grillos, y junto al omnipresente zumbido de los insectos voladores, la otra gran sección tonal de las hierbas es interpretada por los saltamontes y grillos de matorral. Los instrumentos son muy parecidos, hileras de dientes, rascadores y peines que al frotar contra otra superficie producen una sacudida, un sonido mecánico y áspero. Los saltamontes no llegan a la dulzura de sus parientes. Y el efecto, al menos para quien esto escribe, va estrechamente ligado a la sensación de calor.
Aunque si de calor hablamos, nada como el achicharrante y pegajoso reclamo de las chicharras desde los pegajosos troncos de los pinos resineros.
La aportación de los humildes al concierto natural es inacabable. De hecho, si hubiera que resumir, el sonido de la naturaleza es, esencialmente, el sonido de los insectos.
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