LA VOZ DESTEMPLADA DE LAS GARZAS
Carlos de Hita
Visualmente, las ardeidas pasan por ser modelo de elegancia. Garzas reales e imperiales, garcetas, garcillas bueyeras, cangrejeras, martinetes, avetoros y avetorillos son aves con un elegante aire de familia, de curvas sinuosas y aspecto casi siempre estilizado. Pero, quizá como compensación, todas ellas comparten otro rasgo: una voz áspera y ronca, apta sólo para emitir graznidos rotos y destemplados.
Además de estos atributos, la mayoría de las especies tienen tendencia a la masificación, al gregarismo, lo que da lugar a algunos de los espectáculos visuales más impactantes que se puedan ver en la naturaleza. Pero, en consecuencia, también a los episodios más ruidosos y desafinados del concierto natural.
Veamos. Sin duda, la más bulliciosa, la más abundante de todas las ardeidas es la garcilla bueyera. En la época de cría, estas aves llegan a formar colonias abigarradas, formadas por cientos, miles de parejas que ocupan determinados grupos de árboles. Las garcillas son la maldición de las arboledas. La densidad de aves, la acidez de sus excrementos, acaba por abrasar la vegetación y esterilizar el suelo. Durante años, un soto en una isla en el embalse del Borbollón, en Cáceres, sirvió de soporte a una multitudinaria colonia. Para ser sincero, ignoro si en la actualidad las garcillas siguen allí. Pero los ecos de sus voces perduran en estas grabaciones. Oída desde lejos, la imagen correspondiente es la de una nube de aves blancas revoloteando sobre las copas. Desde una perspectiva más cerrada, la cosa cambia. Un auténtico pandemonium entre las ramas: gritos, graznidos, aleteos y muchos decibelios forman el ambiente normal de la colonia. Paradójicamente, este griterío no es señal de alerta, de miedo; sólo indica que todo va bien.
Algo más tranquila es la vida en comunidad en las encañizadas del brazo del este, un antiguo meandro del Guadalquivir, aguas abajo de Sevilla. El gran río ya no pasa por aquí, pero las orillas son auténticos muros de vegetación palustre, soportes perfectos para las garzas imperiales, de color purpúreo, y las escondedizas garcillas cangrejeras. Un matraqueo continuo sale de entre la vegetación, producido por los pollos de las garzas, que solicitan así, machaconamente, su comida. Unos gorgoteos y unos silbidos más agudos delatan a las garcillas cangrejeras. Y por si fuera poco, y para añadir algo más de confusión, relincha un zampullín chico y canta un carricero tordal.
Y por si hubiera poco ruido, en ocasiones las garzas buscan la compañía de otras especies no menos ruidosas. Garzas reales y cigüeñas blancas comparten territorio en un núcleo arbolado, un pinar isla en las orillas del río Moros, en Segovia. Hay gran actividad en los nidos de todas estas zanquilargas, instalados sobre las copas redondeadas de los pinos piñoneros, unos y otros a distancia casi de picotazo. Por encima del crotorar de las blancas cigüeñas destacan los broncos graznidos de las grisáceas garzas.
La garceta lleva todos los atributos del grupo hasta la perfección: plumaje blanco inmaculado, pico y patas de color amarillo y negro, suaves plumas flotando al viento, cuerpo alargado y erguido, cuello curvo... y una ronquera por voz. Todo perfectamente ajustado al canon. Esta que grazna lo hace en las orillas encharcadas del Guadiamar, con el crepúsculo de las marismas del Guadalquivir al fondo.
Una garcilla bueyera descansa junto a una vaca marismeña. | Carlos Sanz / CENEAM
Estas anuncian la llegada al nido desde el aire, con unos gruñidos encadenados. Los pollos, hambrientos y mal educados, exigen la comida sin contemplaciones; el griterío sube de tono y los más pequeños atacan, literalmente, a quien les trae el sustento, que soportan con unos gritos agónicos las tiernas demandas de sus polluelos.
Pero también entre las ardeidas hay excepciones. Avetoros y avetorillos, aves de carácter discreto, solitario, cuentan con voces igualmente discretas. Les basta con hacerse notar. Y lo hacen con gran eficacia. Los avetorillos emiten unos simples ronquidos, breves pero audibles a larga distancia. Lo sorprendente es la regularidad de la cadencia. El ejemplar de esta pieza, a quien sólo escuchamos durante unos segundos, estuvo llamando durante más de una hora sin interrupción, y con una cadencia exacta de dos segundos, sin la más mínima desviación. Aquella tarde, el avetorillo parecía marcar el paso del tiempo en los carrizales que envuelven la laguna de Titulcia, en Madrid.
Y en plena noche, en las lagunas más tranquilas y apartadas, todavía resuena unos profundos bufidos. Los avetoros mugen a la noche, ocultos en los cañaverales que tapizan los humedales mejor preservados, como estos de la laguna navarra de Pitillas. Su voz es la más grave de cuantas producen las aves ibéricas, un prodigio de adaptación a las propiedades físicas de su hábitat. Las bajas frecuencias transmiten muy bien la presión acústica hasta más lejos a través de la atmósfera fría y húmeda. El avetoro no suena, retumba. Y su retumbo se puede escuchar a más de un kilómetro de distancia. Una voz eficaz, simple y primitiva, y que por eso encierra todo el simbolismo de la naturaleza acorralada.
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